Aprender en la universidad: ¿cómo podemos colaborar con nuestros alumnos en este gran desafío?
Algunos profesores siguen afirmando que a leer y a escribir se aprende una vez en la vida y luego se trata de aplicar esas técnicas o habilidades en distintos momentos de la trayectoria educativa. Para otros docentes y colegas, por el contrario, existe una diferencia sustancial entre leer y escribir en la secundaria y leer y escribir en la universidad por lo que asumen la enseñanza de estas prácticas en cada uno de sus espacios de intervención profesional.
Para nosotros la educación superior exige el desarrollo de formas de estudio desconocidas por el alumno, el dominio de prácticas de lectura, escritura y oralidad “extrañas” para quienes ingresan a esta nueva cultura y, por lo tanto, se plantea la necesidad de hacernos cargo como profesores de lo que parece ser uno de los factores de fuerte incidencia en la deserción y el rezago en los estudios superiores.
¿Qué se lee y qué se escribe en la escuela secundaria? ¿Qué se lee y qué se escribe en la universidad?
En relación con los textos que se leen en la escuela secundaria y los que se leen en la universidad existen diferencias sustánciales. En general en la escuela secundaria, los alumnos leen “el” libro de texto que solicita el docente de la materia al inicio del ciclo lectivo. Ese manual, la mayoría de las veces presenta textos cortos con una trama narrativa o descriptiva, textos simples en los que aparece una única voz que, en la mayor parte de los casos, desarrolla el contenido como un conocimiento lineal, despojado de intereses dentro del campo de conocimiento específico, sin controversias, como un saber único y estable.
En relación a los textos que se leen y se escriben en la universidad, nos interesa, distinguir aquí, entre textos académicos y textos científicos. Carlino (2005) plantea que los primeros son aquellos textos que se utilizan para enseñar y aprender en la universidad (materiales de cátedra, manuales, libros y capítulos de libros); los segundos, son elaborados por investigadores para hacer circular entre su comunidad (artículos de revistas de investigación, tesis, ponencias presentadas en congresos, informes y proyectos de investigación, entre otros). El problema es que los textos académicos son derivados de los textos científicos y los destinatarios de los textos científicos son los colegas de la disciplina por lo que como comparten un conjunto de supuestos, acuerdos y conocimientos no necesitan explicitarlos, sólo los mencionan y desarrollan sus propias ideas en esos textos.
De este modo, un lector que no pertenece al campo disciplinar necesita mucha información adicional para poder comprender las relaciones entre las ideas de esos textos, necesita a otro lector experto –el docente, en este caso- para que reponga ideas, para que explicite los supuestos y las vinculaciones entre autores, en esa polifonía también característica de este tipo de textos.
Si nos referimos a los textos que se escriben en la secundaria y los que se escriben en la universidad, podemos afirmar que, en general, los alumnos de la escuela secundaria escriben autónomamente sólo para contestar las preguntas de las pruebas formuladas para la acreditación de los conocimientos de cada una de las asignaturas. En ciertas materias, escriben “algún” informe o trabajo de investigación, pero suelen ser situaciones muy aisladas.
En la universidad se escribe también para responder a las preguntas de las evaluaciones pero se solicita a los alumnos una diversa variedad de escritos: resúmenes, reseñas, ensayos, informes de investigación, monografías, informes bibliográficos, informes de lectura, informes finales, proyectos, informes de proyectos, síntesis de autores, biografías, protocolos de entrevistas y/o encuestas, proyectos de tesis, entre otros. Muchas veces tampoco se destina tiempo didáctico a enseñar esos tipos de texto durante el desarrollo de las asignaturas o por lo menos a dejar en claro qué entiende cada docente o cada equipo de cátedra por cada tipo de texto requerido y cuáles podrían ser los momentos o las etapas para la producción de cada uno de esos escritos.
¿Cómo podemos colaborar con nuestros alumnos en el aprendizaje de estas prácticas de lectura y escritura en la educación superior?
Consideramos que las propuestas de enseñanza deben contemplar tareas complejas o consignas en las que se pongan en juego tanto la lectura como la escritura académicas durante el desarrollo de las cursadas.
En otros términos, se aspira a “(…) una enseñanza desencadenada por consignas que inviten a nuestros alumnos a escribir para elaborar respuestas, a reorganizar sus conocimientos y a resolver problemas que no sólo impliquen comunicar un saber memorístico y declarativo” (Anijovich, González, 2012, p. 106). Entendemos las consignas tal como las formula la autora: “como la explicitación de las tareas que los alumnos tienen que desarrollar, favoreciendo su autonomía. Cuanta más información les brindemos acerca de la tarea que tienen que realizar, menos dependerán de los docentes para preguntar qué tienen que hacer. Al mismo tiempo, la información debe servir para que el alumno comprenda el porqué y para qué de la tarea” (Anijovich, 2012, p.92).
Esas tareas complejas, esas consignas que impliquen leer distintos textos y autores, contemplar la posición de diferentes autores en uno o en varios textos, identificar esas posiciones en la trama argumentativa de los escritos; tareas que supongan escribir en etapas, planificar los textos, producir borradores, revisar de forma individual o por pequeños grupos los textos propios o los de otros. En definitiva, tareas en las que los alumnos deban asumir el rol de escritor y lector de los textos; tareas en las que se comunique que es posible reparar lo escrito ya que tiene un carácter provisorio; que algunas preguntas pueden responderse de distintas maneras, unas más ajustadas que otras en relación a las interpretaciones sobre los autores que el equipo docente ha ido explicitando en las clases, a las vinculaciones entre ideas que se han manifestado constantemente en los espacios de trabajo colaborativo, entre otros criterios de trabajo.
De esta manera, la escritura se presenta como un medio para volver a pensar sobre lo producido para que las sucesivas reformulaciones sirvan para volver a reflexionar sobre los conocimientos de la materia ajustando las producciones al tipo de texto, sus potenciales lectores, entre otros aspectos que ayudan a los alumnos a escribir.
Asimismo, se propone revisar el sentido de la evaluación en las propuestas de enseñanza para que la misma no sólo cumpla la función de acreditar los conocimientos, en un intento por desprendernos del enfoque o modelo más antiguo de evaluación encuadrado en lo que Araujo (2006) considera como perspectiva positivista de la evaluación. Este modelo no establece distinción entre evaluar y calificar ya que evaluar se identifica con poner notas, con medir los resultados del aprendizaje, por tanto se trata de una evaluación sumativa destinada a la cuantificación final de los resultados de aprendizaje, en la que priman las funciones de certificación final de los resultados y de selección del alumnado por sobre las funciones de orientación y guía.
Adherimos a un enfoque diferente, al enfoque comunicativo o cualitativo (Quinquer, 1997; Araujo, 2006) en el que la evaluación se transforma en un medio para conseguir aprendizajes, para traspasar y reelaborar conocimientos y actitudes. En esta concepción de evaluación no existe separación estricta entre las actividades de evaluación y las actividades de aprendizaje, el docente evalúa en todo momento de la acción pedagógica, constituyendo una dinámica de trabajo donde alumnos y profesores participan y negocian, promocionan y consensúan los criterios que se han de aplicar sin que el espíritu que promueve a la evaluación sea el de sancionar (Araujo, 2006). En esta perspectiva, se incluyen actividades de comunicación de objetivos, de planificación de las tareas y de apropiación de los criterios para realizarlas, de identificación y de autogestión de errores, que presuponga al docente más preocupado por qué y cómo están aprendiendo sus alumnos y no exclusivamente por lo que él enseña.
Creemos que el mayor desafío en relación con la evaluación es, precisamente, el de poder generar situaciones de evaluación integradas al proceso de enseñanza y de aprendizaje de los conocimientos de la asignatura y no como apéndices, como actos finales desprendidos de las demás acciones planificadas (Celman, 1998). La evaluación así entendida se constituirá en una herramienta que permita un continuo proceso de reflexión acerca de la construcción de los aprendizajes y la enseñanza, implicando una actitud de investigación por parte de los docentes y los alumnos. Una herramienta que nos permita distinguir cabalmente los aprendizajes construidos de los simplemente almacenados ya que el almacenamiento de la información se refiere a la memoria, pero no necesariamente a la comprensión (Litwin, 2008, en Anijovich y González, 2012).
Bibliografía:
Anijovich, R. y González, C. (2012) “Consignas claras: el valor de la palabra escrita”, en: Evaluar para aprender, conceptos e instrumentos. Buenos Aires, Aique, Educación.
Araujo, S. (2006) Docencia y enseñanza. Una introducción a la didáctica, Universidad Nacional de Quilmes, Editorial Quilmes Cuadernos Universitarios.
Carlino, P. (2005) Escribir, leer y aprender en la universidad. Una introducción a la alfabetización académica. Fondo de Cultura Económica de Argentina, Buenos Aires, Argentina.
Celman, S. (1998) “¿Es posible mejorar la evaluación?” En Camillioni, A.; Celman, S. y otras. (1998) La evaluación de los aprendizajes en el debate didáctico contemporáneo. Paidos Educador, Buenos Aires.
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