Casi 120 años de historia… El cine en la Argentina (1896-2015)
Escribir sobre la historia del cine en la Argentina nos obliga a remitirnos a pocos meses después de la primera proyección de los hermanos Lumière en París. En julio de 1896 se proyectaban las primeras imágenes animadas en el país, en el Teatro Odeón de Buenos Aires. A riesgo de ser reduccionistas, presentando una cronología limitada a un único aspecto, el primer período se extendería hasta 1932, y se caracterizaría por el desarrollo del cine mudo o silente.
Las primeras experiencias de producción de cintas locales se remiten a figuras como Eugenio Py y Eugenio Cardini, quienes primero desde el registro documental y luego desde la ficcionalización de “situaciones”, o la hibridación de ambos registros, iniciaron un camino arduo de producción en el ámbito local. A estos pioneros se sumaron Mario Gallo y Max Glücksman, quienes desarrollaron una amplia filmografía centrada en los primeros noticieros cinematográficos, como en registros ficcionales referenciados en la historia argentina. Años después, Federico Valle continuaría con esta tradición, con el desarrollo de los noticieros semanales, con su Film Revista Valle.
Un punto de quiebre fue el estreno de Nobleza gaucha (Humberto Cairo, Ernesto Gunche y Eduardo Martínez de la Pera) en 1915. Su éxito de taquilla fue único en la historia de nuestra cinematografía, marcando además las pautas de producción posteriores. En los años veinte José Agustín Ferreyra se convirtió en una figura central para el desarrollo de un cine de temática nacional, donde el tango y los arrabales ocuparon un lugar primordial. Como destaca Octavio Getino (2005), el Negro Ferreyra “expresa a una parte del país y de la intelectualidad argentina, aquella que a fuerza de instinto e intuición trató siempre de definir una fisonomía nacional autónoma; más que “pensar” el país o “teorizar” en torno a la problemática popular, el cine de Ferreyra, fue un ininterrumpido sentir, dedicado a traducir con sus imágenes la sensibilidad, y por ende buena parte también de la realidad de los sectores populares a quienes elegía como protagonistas de sus filmes”.
El segundo período va de 1933 a comienzos de los años cuarenta, y se abre con el estreno de Tango! (Moglia Barth), primer film sonorizado del país. Estos años vieron surgir los primeros grandes estudios locales (Lumiton, Argentina Sono Films y Baires Films), la consolidación de la industria y un sistema de estrellas, cuyas figuras destacadas eran Carlos Gardel y Libertad Lamarque, protagonistas de melodramas musicales exitosos. Pero también fue el momento en que comenzó a expresarse una corriente de cine social y político que denunciaba los males padecidos por los sectores obreros y campesinos, y cuyos films más significativos fueron Viento norte (1937), Kilometro 111 (1938) y Prisioneros de la tierra (1939), todos de Mario Soffici, no por casualidad ligado a la experiencia político intelectual de F.O.R.J.A (Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina).
Ese sistema de estudios, que mostró una fuerza inusitada hasta comienzos de los años cuarenta, comenzó a entrar en crisis con el advenimiento del peronismo. Los años que van desde comienzos de los cuarenta hasta 1955, que configuraría el tercer período de esta historia, se caracterizarían por la centralidad del Estado en la cotidianidad de los argentinos, a la que no sería ajena el campo artístico. En este sentido, las políticas desarrolladas por el peronismo si bien dieron al Estado un rol central en la producción cinematográfica, a través de subsidios y créditos, no evitaron la crisis de ese sistema de estudios, en especial por la escasa inversión productiva en el sector, y el exiguo control por parte del propio Estado del uso de esos recursos. Aun así, este período se abre con el estreno de La guerra gaucha (Lucas Demare), el film por antonomasia de nuestra historia cinematográfica.
Entre 1956 y 1972 el cine argentino recorre uno de los momentos más prolíficos y controversiales. Derrocado el peronismo, el nuevo gobierno de facto dicta la ley que daría vida al Instituto Nacional de Cinematografía, intentando regular la actividad cinematográfica, con escaso éxito. Más significativos fueron los cambios que se dieron en los planos estético y político. En el primer caso, con el advenimiento de la llamada “Generación del 60” y directores como David José Kohon, Lautaro Murua, Rodolfo Kuhn, Manuel Antín, Simón Feldman y, quizás su figura más destacada, Leopoldo Torre Nilson, renovaron la forma de contar historias, tanto por los nexos que entablaron con la literatura, como por el uso de recursos cercanos a la Novelle Vague y otras corrientes europeas de fuerte impacto en esos años. A este grupo deberíamos sumarle la figura de Leonardo Favio, que logró en films como Crónica de un niño solo (1964), Éste es el romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza... y unas pocas cosas más (1967) y El dependiente (1968), captar realidades disimiles y densas, alejándose tanto del cine más esteticista de los directores de la Generación del 60, como del cine político que comenzaría a desarrollarse en estos años.
En este último punto merecen un reconocimiento especial la obra de Fernando Birri y la Escuela Documental de Santa Fe, perteneciente a la Universidad Nacional del Litoral, que promovió una renovación en el llamado cine social y político, en especial con Tire dié (1958). En este mismo sentido es importante destacar las figuras de Raymundo Gleyzer y Jorge Prelorán, el primero con una amplia filmografía política que incluye documentales como La tierra quema (1964) y la ficción Los traidores (1973), y el segundo con un cine apoyado en la antropología que renovó el documentalismo argentino. En paralelo se desarrollaron varios colectivos que, con una fuerte carga de denuncia social y política, desarrollaron una cinematografía de fuerte influencias en Latinoamérica y reconocimiento mundial. El primero, el Grupo Cine Liberación, ligado al peronismo, cuyos referentes más importantes fueron Octavio Getino y Fernando Solanas, produjeron el documental La hora de los hornos (1968), que obtuvo premios a nivel mundial pero debió circular en la clandestinidad en la Argentina, siendo los sindicatos y las universidades los reductos que permitieron su amplia difusión. El segundo, el grupo Cine de Base, ligado al marxista Partido Revolucionario de los Trabajadores, cuyo mayor referente fue Gleyzer, y que logró una importante producción de documentales de contra-información.
Entre 1973 y el advenimiento de la democracia en 1983, la censura, la clandestinidad, las desapariciones y los exilios marcaron al cine argentino. Salvo los escasos meses de la llamada “primavera camporista” y de la gestión de Octavio Getino al frente del Ente de Calificación del Instituto Nacional de Cinematografía, que buscó anular la censura y permitió cierta difusión para algunos films prohibidos en los años previos, la tónica común fue la autocensura y la mediocridad de la producción cinematográfica. Después del golpe de marzo de 1976, se desarrolló un cine cercano a la dictadura, con figuras como Atilio Mentasti, Enrique Carreras y Palito Ortega, que produjeron un cine obsecuente y defensor de los valores reaccionarios del gobierno militar. Su mejor exponente fue La fiesta de todos (Sergio Renán, 1979), un repertorio de perfecta propaganda oficial.
Después de 1983, con la vuelta a la democracia, se abre un período que llegaría hasta comienzos de los años noventa, y que se caracterizaría por la abolición de la censura y del Ente de Calificación, y un limitado intento por recuperar la cinematografía local, que tendría en el premio Oscar a La historia oficial (Luis Puenzo, 1985) un punto culminante. Si bien en el plano político los Juicios a las Juntas Militares marcaron la agenda de revisión de los crímenes de lesa humanidad del gobierno militar, el cine de este período fue mucho más indulgente, promoviendo la reconciliación por sobre la revisión de ese pasado trágico.
A partir de los noventas se da el último período de nuestro cine, el que estuvo condicionado por el neoliberalismo y la crisis profunda que este dejó hacia comienzos del nuevo milenio. En 1994 una nueva ley de cine crea el INCAA, aunque la desastrosa política durante los gobiernos de Carlos Menem postergó las posibilidades reales de mejorar la producción local. En ese contexto hizo su aparición lo que se ha denominado “nuevo cine argentino”, con films como Pizza, birra y faso (Bruno Stagnaro e Israel Adrián Caetano, 1998), Mundo grua (Pablo Trapero, 1999), La Ciénega (Lucrecia Martel, 2000), por nombrar sólo algunos.
Como ha destacado Gonzalo Aguilar (2006), lo que estaba en juego con este nuevo cine no eran tanto las cuestiones estéticas o temáticas, sino reconocer que “si bien es cierto que hay profundas diferencias de poéticas en el nuevo cine, desde otra perspectiva es absolutamente justificado señalar que, con las películas de los últimos años, se constituyó un nuevo régimen creativo que puede denominarse, sin vacilaciones, nuevo cine argentino”. Lo novedoso para un relato de la historia del cine en la Argentina en las últimas décadas está en entender las nuevas correlaciones entre producción y estética, la invención de modos no convencionales de producción y distribución, la aparición de una nueva generación de productores –con formación y capacidad para moverse en medios internacionales–, y la inserción y el reconocimiento del INCAA como órgano fundamental para el desarrollo del cine local.
Como ha marcado Fernando Peña (2012), después de 2001 se ha expandido el documental político, con un apoyo fundamental en las nuevas tecnologías digitales, ofreciendo una visión alternativa de la realidad a la que ofrecían los medios masivos de comunicación. Además, como destaca el mismo Peña, ese desarrollo del documental político ha sido acompañado por la multiplicación de los films – con cerca de 2500 títulos desde comienzos de los años noventa –, en un contexto de producción atomizada e independiente. El rol del Estado no ha sido menor en este proceso, en especial después de 2001, incentivando y apoyando la producción audiovisual, y la multiplicación de pantallas. Aun así, es en este último rubro donde las deudas son mayores y queda mucho por hacer.
Bibliografía
Aguilar, Gonzalo (2006). Otros mundos. Un ensayo sobre el nuevo cine argentino, Buenos Aires, Santiago Arcos editor.
Getino, Octavio (2005). Cine argentino. Entre lo posible y lo deseable, Buenos Aires, Fundación Centro Integral Comunicación, Cultura y Sociedad – CiCCUS (1° Ed. 1998).
Peña, Fernando Martín (2012). Cien años de cine argentino, Buenos Aires, Biblos – Fundación OSDE.
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