La sociedad argentina 200 años después
¿Cuántas veces nos hemos imaginado qué sentirían los argentinos de 1816? Un lúdico desafío a la fantasía cívica, que apunta ya no a los hombres distinguidos, a los que aparecieron en los libros, sino a los ciudadanos de a pie. Aquellos que, en las discutibles crónicas de la época, esperaban ansiosos los resultados del trabajo de sus representantes, posiblemente sin la conciencia de estar transitando los momentos más intensos del país en ciernes.
Por supuesto, la pregunta no remite a alimentar las notas de color que nos han acompañado desde los actos escolares, sino a interpretar las condiciones de contexto en las que pudo germinar una de las gestas políticas demarcatorias de nuestra identidad social.
Disparadores opuestos
“Sería un insulto a la dignidad del pueblo americano, el probar que debemos ser independientes: este es un principio sancionado por la naturaleza”, escribía Bernardo de Monteagudo en 1811, emblematizando una lógica revolucionaria que, en la proyección histórica, suena indiscutible.
Esto conduce a pensar en una sociedad que, hegemónicamente, abrazaba ideales independentistas depositando la figura del enemigo en el afuera, en una España poderosa en su historia pero debilitada en la realidad.
Sin embargo, las crónicas recogen también voces sorprendentemente disidentes. Después de que Manuel Belgrano creara la bandera, y llamara a dos flamantes baterías “Libertad” e “Independencia”, Bernardino Rivadavia le escribió: “El gobierno deja a la prudencia de Vuestra Señoría mismo la reparación de tamaño desorden (la jura de la bandera), pero debe prevenirle que ésta será la última vez que sacrificará hasta tan alto punto los respetos de su autoridad y los intereses de la nación que preside y forma, los que jamás podrán estar en oposición a la uniformidad y orden.”
No es difícil imaginar que Rivadavia no era un lobo solitario en el concierto de la sociedad. Su pluma representaba, posiblemente, a los sectores sociales más reacios al cambio, aquellos que se aferraban, por convicción o por conveniencia, a la preservación de los lazos con los poderes dominantes.
En el mismo sentido, es razonable revalidar la gesta de Tucumán con un enfoque social. No resulta improbable suponer que en cada casa y en cada plaza, se hayan encendido debates sobre la cuestión. La idea de la independencia estaba instalada, pero los enfoques podrían haber llevado a resultados bien diferentes de los que hoy honramos.
Observamos con curiosidad cómo la propuesta de Belgrano de designar un príncipe inca, sustentado en la premisa de reparar icónicamente el daño recibido por los pobladores nativos, fue tildada en la época como extravagante y, por lo tanto insostenible. Nada de esta construcción que aún persiste hubiese sido posible sin la existencia de sectores de la sociedad que abonaran la simpatía a pertenecer al seductor influjo de los poderosos.
A mitad del camino
Cien años después, primaba en la política nacional un desinterés conmemorativo desde el Estado. Pocos meses antes de julio de 1916, no parecían advertirse movimientos festivos. Y, retomando la pregunta formulada líneas arriba, cabe preguntarse qué era de la sociedad ante esta campana que la política estable le exhibía a sus gobernados.
Curiosamente, también puede pensarse en dos escenarios contrapuestos. En un contexto que validaba la gesta independentista, el presidente Victorino de la Plaza parecía encarnar la mirada más reacia a tomarla como motivo de festejo.
Desde Tucumán la sociedad argentina comenzó a generar una postura enfática tendiente a valorizar el centenario como símbolo de los ideales patriotas. No resulta casual que en los albores de esos festejos, hayan integrado esos primeros grupos los establecimientos docentes secundarios, y los integrantes de cuatro centros de estudiantes: el Universitario; el del Colegio Nacional, el de la Escuela de Comercio y el de la Escuela de Agricultura tucumanos. Así, las propuestas de celebración apuntaron claramente a la educación como campo propicio para su desarrollo. Adolfo Carranza propone fundar una escuela primaria; Miguel Molina presenta la idea de construir una escuela e internado para albergar menores; Justo Tejerizo, presidente del Centro de Estudiantes Universitarios, propone ampliar y normalizar la universidad local, y realizar un congreso de estudiantes universitarios; Leandro Rivas Jordán se manifiesta en favor de fundar una escuela y biblioteca para obreros, con cursos nocturnos gratuitos, y otra para "niños débiles, retardados y defectuosos de ambos sexos"; Lizondo Borda insta a fundar un ateneo popular para la educación e ilustración gratuita del campesinado.
No suena descabellado trazar un hilo conductor entre estas miradas y los movimientos estudiantiles que conducirían, pocos años después, a la redacción del Manifiesto Liminar. Asoma allí la educación como un actor protagónico de los pensamientos emancipadores que, acaso copiando la escenografía de 1816, contaban con fuertes rechazos de algunos sectores de la sociedad.
Los principios de la Reforma Universitaria aparecen retrospectivamente más ligados a los ideales patrios libertarios, que a las posturas más tibias a la hora de reconocerlos.
Educación liberadora
A doscientos años de la gesta de la Independencia, podemos volver a formular la pregunta. ¿Qué piensa la sociedad sobre los preceptos medulares que dieron lugar al Congreso de 1816? Y, especialmente, cabe preguntarse si la educación sigue emblematizando aquellas ideas.
Posiblemente no resulte difícil componer una sociedad actual que, en términos generales, puede exhibir, como hace doscientos y cien años, un fervor patrio que defiende ideales libertarios, mientras que por otro lado aparecen miradas más complacientes ante el poder desalojado del ciudadano y depositado en grupos concentrados.
Inmersos en el rol de formadores desde la educación, quizás solo podamos presentar el planteo en forma de pregunta. Pero no está demás formulárnosla, a modo de revisión de conciencia.
¿Seguimos estando a la altura de quienes nos permitieron pertenecer a la educación pública, autónoma y cogobernada?
No es una despreciable oportunidad la que nos brinda el bicentenario. Como esos llamadores de conciencia que nos repican para recordarnos nuestro eje, el festejo asoma como una invitación. Un convite a volver a elegir el camino. Nadie deja de validar la gesta de 1816. Pero en los matices, posiblemente tengamos que optar. Por un lado, el aplauso tibio y la dialéctica de compromiso, por otro, una ocupación activa de nuestro papel político, para repetirle a la sociedad que nos cobija, que estamos de pie para ayudarla a seguir creciendo.
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