Los grupos de pares como espacio de construcción de identidad(es) juvenil(es)
Desde hace tiempo, quienes trabajamos en diferentes instituciones vinculadas con la tarea educativa -escuelas, centros, la misma Universidad- somos testigos del modo en que los jóvenes adquieren voz y ganan protagonismo en la vida social. Asimismo, vemos manifestarse y extenderse una preocupación por aquello que esos jóvenes son, aspiran (o no) a ser y por aquello que hacen.
Sin duda, esta preocupación creciente y sostenida encuentra su correlato en la realidad poblacional de nuestro medio. Según datos oficiales de la última década, en Argentina aproximadamente un cuarto de la población tiene entre 15 y 29 años y, en tales términos, es considerada joven. Por su parte, según el especialista chileno Eugenio Ravinet Muñoz, en Iberoamérica la cifra de habitantes de entre 15 y 24 años de edad asciende a 186 millones. Estos últimos representan un 19 % del total de la población.
La presencia juvenil en el escenario social ha incentivado el interés y ha promovido interrogantes acerca de sus necesidades, sus dificultades, sus posibilidades y sus proyectos, es decir, ha motivado a padres, maestros, funcionarios e investigadores a acercarnos de modo tal que podamos acompañarlos, brindarles espacios para desarrollarse y potenciar los que ya existen y han conseguido con total legitimidad.
Sin embargo, a veces se vuelve difícil formular estas preguntas y promover el acercamiento. En ciertos casos gana la partida el prejuicio, el temor y el desconocimiento. Se tiende a pensar que la juventud “está perdida”, que no tiene horizonte, que hace cosas “raras”, que nada le importa… Actualmente cunden los ejemplos que muestran cómo los jóvenes aparecen convertidos en un espectáculo en los medios de comunicación, transformados tanto en personajes violentos, temibles y desvergonzados (la “juventud problema”) como en promotores del cambio, en fuerza renovadora y revolucionaria (la “juventud promesa”). Miedo, esperanza e incertidumbre parecen ser los afectos que, de modo más recurrente, se asocian muy especialmente con los grupos de pares compuestos por jóvenes.
Lejos de la idea que los asocia con el sinsentido o la trasgresión, los grupos de pares cumplen un rol de relevancia en el universo juvenil. Al decir de Marcelo Urresti, sociólogo argentino especialista en el tema, su conformación permite recrear un espacio personal y social y desarrollar un sentido de pertenencia. Representan un ámbito de intercambio, de contención afectiva; de conocimiento del otro y de aprendizaje. Se sustentan en una red de relaciones, en cuyo marco se editan las búsquedas iniciales de autonomía.
Los grupos de pares se organizan, fundamentalmente, sobre la base de lo común: intereses, inquietudes; formas de ver el mundo, de entenderlo, de moverse en él. Se trata de hallar pares –otros semejantes a nosotros- con quienes compartir lo que se vive como una conquista -tomar las propias decisiones, desenvolverse con autonomía- y también lo doloroso, aquello que provoca sufrimiento, tal como reconocer que hacer frente a la realidad personal y social puede aparejar dificultad y frustración.
Convertirse en parte de un grupo muestra cómo se pone en marcha el mecanismo de identificación, ya que los jóvenes suelen incluirse en aquellos conjuntos que, en algún aspecto y de alguna forma, los representan. Las experiencias grupales, si bien no definen íntegramente al sujeto, guardan una particular relación con sus pensamientos, sentimientos y deseos; con sus anhelos, sus expectativas y su modo de entender el contexto en el que vive, cuestiones que se conjugan en la definición de la posición que asume cada individuo y que se vinculan con el reconocimiento del lugar que éste ocupa en el espacio social. En este sentido puede decirse que pertenecer, sentirse y hacerse parte de un grupo constituyen instancias nodales en el proceso de construcción de la identidad tanto personal como social. El encuentro con otros aporta insumos a partir de los cuales se construyen, de-construyen y re-construyen diversas respuestas a las preguntas por la identidad: ¿quién soy? ¿quién estoy siendo? ¿quién quiero ser?.
Los grupos que conocemos como tribus urbanas ilustran esta dinámica. En su carácter de formación grupal, constituyen un instrumento del que se valen los jóvenes para ir dotando de un significado a su experiencia; para ensayar la elaboración de su imagen social, de la forma en que se presentan ante los demás. Cada integrante compone una imagen y desarrolla actitudes y comportamientos comunes a los del resto del grupo, gracias a los cuales deja de ser tan sólo un sujeto anónimo, para pasar a ser alguien que pertenece a un colectivo. Se hace hincapié en las experiencias que se generan y suceden al interior de ese colectivo, y en los vínculos que se constituyen entre los integrantes. Es fundamental la empatía, la proximidad, la “onda”.
Si bien la mayoría de los grupos se organizan sobre la base de lo común, y son estos elementos los que se destacan, las diferencias también se hacen manifiestas. Afloran formas de distinción tanto de signo positivo como negativo, al interior de los mismos grupos y entre ellos. Recordemos algunas afirmaciones que refrendan lo antedicho. A quienes se reconocen como floggers (¿se acuerdan de Cumbio?), otros jóvenes los tildan de “huecos”, entendiendo que la preocupación por la imagen hace a una persona superficial. A los cumbieros, otros jóvenes –y muchos adultos- los asocian con el mal gusto e incluso la marginalidad y el delito, apelando a los des-calificativos de “grasas” y “chorros”. Es que la experiencia en el marco de los grupos de pares permite también descubrir a los otros a nivel social y reconocer el lugar propio y ajeno en dicho espacio, poniendo en práctica la diferenciación social.
Esta diferenciación que se expresa en los ejemplos, de carácter negativo, expone algunos de los discursos e imágenes que circulan socialmente y que brindan información acerca del modo en que se concibe a quien es considerado un ajeno al grupo y un otro social. Por lo general, los grupos tienden a valorar aquellas formas de interpretar el mundo y de transitar en él que conocen y que los orientan en su recorrido. Al mismo tiempo, tienden a rechazar aquellas que se encuentran alejadas de las que practican y valoran. Es decir que suele reconocerse y validarse todo aquello que se comprende y se comparte, mientras que en ocasiones se supone inferior, amenazante y/o peligroso, y por ello se deja de lado o aún rechaza, lo que no es parte de la experiencia del grupo de pertenencia. Estas situaciones se agudizan en tiempos de cambio o crisis.
Aquí es donde se encuentran diversas dimensiones que enriquecen y complejizan la lectura. Los grupos de pares resultan enclaves en los cuales es posible descubrir cómo se articulan una experiencia que, en principio, puede parecer eminentemente personal, relativa al individuo, con las visiones y los significados dominantes en un contexto cultural y en una época. Esta cuestión nos convoca a atender tanto al carácter relacional de las identidades, ya que la construcción de estas últimas es siempre un proceso que se produce en el marco de un vínculo más o menos conflictivo con otros, así como también a los escenarios históricos y sociales que atraviesan esta construcción.
Abordar la condición juvenil representa un desafío que compromete diferentes miradas, las cuales podrán dar cuenta de su complejidad y su heterogeneidad. El análisis de esta condición demanda tener en cuenta las circunstancias que ha vivido y vive cada sujeto, el momento social e histórico, el lugar que ocupa en la estructura social. Sin duda, se trata de una labor que actualiza la necesidad de encontrarnos profesionalmente, de reflexionar y producir desde la interdisciplina, entendiendo que, a partir de la covisión, será factible avanzar en una genuina comprensión de lo que sienten, piensan y viven los jóvenes de nuestro tiempo.
© Todos los derechos reservados.