Políticas públicas orientadas a juventudes precarizadas
En la Argentina actual la cuestión de la juventud, más específicamente la problemática de las juventudes precarizadas, ha ganado un lugar en la agenda pública. A nivel mundial desde los años 80, y con mayor fuerza en los años 90 se ha instalados desde los organismos rectores sobre políticas públicas, la necesidad de instrumentar programas y proyectos específicos para las juventudes.
Los motivos de esta emergencia planetaria no son de sencilla dilucidación, sin embargo las lógicas del capitalismo globalizado actual, y el derrumbe de los grandes relatos cohesionadotes en las décadas mencionadas cuentan como ejes posibles para su comprensión. Efectivamente, la actual etapa de acumulación capitalista que cuenta como soporte técnico los avances de las tecnologías de la comunicación, la información y la robótica ha reconfigurado las redes de producción y el despliegue del trabajo humano. Desde finales de los años 70s los intelectuales franceses ya se interrogaban acerca de lo que llamaron la nueva cuestión social (Rosanvallon, Castel, Bourdieu, etc.), advirtiendo sobre los efectos sociales excluyentes, de pérdida de sentido en los más jóvenes y el declive de los estados de bienestar de la post-guerra.
A nivel local la manifestación más evidente de esa reconfiguración económica y política-cultural fueron las políticas neoliberalismo de los años 90, encarnado en los gobiernos de Carlos Menem. La precarización del trabajo y la desocupación golpearon con mayor rigor en los sectores juveniles con débiles soportes familiares y educativos formales. Las protecciones asociadas al trabajo fueron parcialmente desmanteladas y los pilares de sostén de los sectores populares en cuanto a salud y educación públicas fueron desfinanciados. Fue así como un ejército creciente de jóvenes con escasos capitales culturales y sociales difícilmente podía acceder a un primer trabajo formal, en un mercado laboral contraído y con fuertes exigencias de capacitación.
No tiene porque sorprender que en la segunda mitad de la década del 90, etapa de declive económico y deslegitimación política que culminará con las movilizaciones destituyentes de finales de 2001, haya emergido con fuerza en la sociedad argentina la preocupación por la inseguridad. Vastos sectores de clase media urbana se autoconvocaron y demandaron para que los poderes públicos actuaran para frenar la ola de delitos y se modificaran las estructuras jurídicas y penales para combatir la creciente inseguridad.
Las juventudes pobres y marginadas, combinado con la inmigración limítrofe, comenzaron a ser señalados como los culpables del malestar social. El reclamo implícito o explicito generalizado, acicateado por el sentido común mediático, exigía mando dura. Y ello iba en línea con lo que el sociólogo Löic Wacquant llamó el predominio del estado penitencia a nivel global, en reemplazo del estado providencia, y como complemento necesario de las políticas neoliberales en lo económico. La violencia represiva se recicló en la democracia, cubierta de una pátina de legitimidad política, pero sosteniendo en las sombras metodologías y estilos culturales heredados de la dictadura militar. Y ello a pesar de los avances y la voluntad política de transformación democrática que claramente emanan del actual Ministerio se Seguridad de la Nación.
Si intentamos ver la problemática desde las prácticas cotidianas y la visión de este colectivo diverso de adolescentes y jóvenes que ha sido rotulado como “los ni, ni”, (1) o sea quienes ni estudian ni trabajan, podremos acercarnos a dimensionar que es lo que les llega desde el Estado y como es significado por ellos.
Nuestro trabajo etnográfico como antropólogos nos ha permitido acercarnos a barrios precarios urbanos y analizar las redes institucionales estatales y no estatales por las que atraviesan los jóvenes. Lo público estatal les llega a través del sistema de salud y educación, más allá de las discontinuidades y/o deserciones. La sala de atención primaria de la salud, la escuela y el colegio público son una referencia fundamental de las familias pobres, y un recurso social de refugio y alimentación en momentos de crisis, a pesar de sufrir discriminación en algunos casos. Los planes sociales en general, y los dirigidos a la juventud, en particular, son un recurso más. Desde sus visiones conforman una “ayuda” valorada pero insuficiente, vivido sobre todo por los adultos con una carga de culpa y humillación. El horizonte de sentido valorado sigue siendo el trabajo, y los planes son un recurso indispensable en momentos de crisis alimentaria como a finales de 2001.
Pero también el Estado se hace presente por vía de los sistemas de seguridad y de justicia. Los jóvenes de barrios precarios padecen la discriminación y la represión policial casi de modo cotidiano, conviven con ella desde niños y “aprenden” con dificultad a lidiar con ella. Es el alto precio que deben pagar por vivir en “zonas rojas del delito” (según la tipificación de las fuerzas de seguridad), o sea, áreas de las ciudades en donde el delito está más expuesto, por configurar terminales frágiles de las redes del robo y tráfico de drogas.
Una cuestión central en este punto son los cambios de la legislación. Por una parte desde 1990 se adhirió a la convención internacional sobre los derechos de los menores y más recientemente, en noviembre de 2009, se dio media sanción en el Senado a la Ley penal juvenil. Popularmente conocida como la ley de “baja de la edad de imputabilidad” ya que se aplica desde los 14 años – que responde a una demanda de levantar la inimputabilidad a los menores – supone además otorgar un régimen penal especial para los menores, diferenciado de los adultos. Se intenta un cambio de paradigma legal, tensionado entre otorgar derechos especiales a los menores y responder a las demandas ciudadanas orientadas a penalizar el delito juvenil.
Además el contexto económico de crecimiento sostenido, y mejora del mercado laboral, ha impulsado un cambio de orientación en la políticas públicas, intentando dejar atrás la “focalización reparadora” de los años 90, para propiciar programas y proyectos tendiente a la inclusión mediante la capacitación para la inserción laboral, tal como el programa nacional “jóvenes con más y mejor trabajo”. Están en juego no solo que los jóvenes recuperen la dignidad del trabajo, sino más aún, construir dimensiones culturales básicas que comienzan por la autoestima y los proyectos colectivos.
Notas
1. Rotulo poco feliz por estigmatizante, ya que alude a casos extremos que no son la regla. Convendría no generalizar y observar una “zona gris” entre el trabajo y el no trabajo y entre el estudio y la deserción.
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