Símbolos y realidades
Más allá de que fue el año de mi ingreso a la Carrera de Historia, por lo tanto las imaginaciones personales podrían no estar exentas de componentes mitológicos personales, 1985 se caracterizaría por otros eventos para mí no menos relevantes respecto de la tendencia academicista que se inauguró con la recuperación democrática en el ámbito de la universidad: por un lado, fue el año de los conflictivos concursos de cargos académicos que terminaron por renovar radicalmente la planta docente de la por entonces Facultad de Humanidades, y sobre todo, la del Departamento de Historia, que adquirió a partir de ello, al mismo tiempo que un perfil internacionalizado en términos de referencias y trayectorias en la formación académicas, un distanciamiento respecto de las problemáticas más localistas de la inserción universitaria que hasta el momento parecían ser las únicas que legitimaban el quehacer historiográfico local. Por otra parte, se instaló fuertemente la noción de que la planta docente del Departamento de Historia debía estar compuesta por investigadores que desarrollaran su tarea científica según los parámetros globales de la práctica intelectual en sede universitaria.
Eran tiempos donde la discusión académica pasó también por el más ideológico clima de impugnación de todo lo que refiriera a “Proceso de Reorganización Nacional” –y en eso la mayoría de los alumnos de entonces apoyó un nuevo estado de cosas que por ser nuevo y antagónico respecto del pasado inmediato gozaba del plus simbólico de la reivindicación política, aunque para quienes estábamos en primer año, tanto la experiencia pasada de la universidad como el contenido de la nueva nos resultaba extraño. Ese clima cuasi emancipatorio y de cuestionamiento de la autoridad se fundó a la vez en la promoción de un perfil de egresado que obtuviera en su formación tanto la orientación docente como la del investigador, de allí que el plan de estudios que se aprobó entonces igualó el título del profesorado con el de la licenciatura, y durante los años siguientes no se pudo obtener el primero sin el segundo (y viceversa). Recuerdo el impacto intelectualmente excitante que en nosotros tenía la idea de llegar a escribir una tesis de licenciatura, a sabiendas de que su elaboración retardaría el egreso. La tesis como desiderátum pareció resumir por largo tiempo la mayor parte de las satisfacciones psicológicas que estaban ligadas a la titulación, de allí mi desazón –recuerdo- cuando le presenté las 250 páginas de la mía a mi directora, la Dra. María Estela Spinelli, quien luego de leerla me sugirió que le quitara unas 100.
El resultado de este proceso basado sobre todo en una renovación conceptual respecto de lo que significaba la práctica académica en general, y la historiográfica en particular, se coronó con la creación del Instituto de Estudios Histórico Sociales (IEHS) en 1986.
En esos primeros años, el IEHS para mí era un símbolo que estaba asociado a algunos contenidos significativos: en primer lugar era el espacio de actividad de un grupo de profesores de la carrera que admiraba también por lo que representaban frente a unos docentes residuales de la etapa anterior que nos habían enseñado, por ejemplo, historia antigua con manuales Kapeluz: estos docentes nuevos eran los doctores, los académicos, también los exiliados, y los que habían seguido formándose en catacumbas luego de haber sido -en el mejor de los casos- expulsados de los espacios universitarios durante el Proceso, en fin, los que más allá de sus itinerarios personales (que conocíamos a medias y no exento de fabulaciones) traían un mundo de referencias intelectuales distinto a un espacio universitario en origen provinciano, o, más bien, provincianizado. Este abanico docente iba desde el por entonces decano Dr. Eduardo Míguez –que dado su universo profesional y mental introdujo a modo de horizonte deseable los exigentes parámetros académicos con los que se había formado en la Universidad de Oxford- hasta la Prof. Susana Bianchi, a mi juicio, la figura docente más representativa de ese momento en la Carrera de Historia, sea tanto por su variada formación intelectual como por la capacidad de mostrarnos qué significaba la pasión por la historia en cada una de las clases de la novedosa para nosotros cátedra Historia Social General.
En segundo lugar, estaban también en el IEHS los alumnos avanzados o recién recibidos de la carrera que hacían sus primeras armas como ayudantes de investigación en los programas que antecedieron a la creación del IEHS y en los que se crearon como parte constitutiva de él. Ayudantes de cátedra también ellos, allí estaban Hernán Otero, María Elba Argeri, Fernando Urquiza y Nancy Pastor, entre otros, todos ellos por entonces con el sueño de la obtención de la Beca de investigación que les permitiera iniciar una carrera académica hacia el doctorado. Recuerdo cuán inevitable era para mí –que tenía fuertes deseos en esa dirección- reconocerme en sus proyectos y preocupaciones, pues también esa carrera implicaba algunos sacrificios y apuestas a la competencia académica que no siempre otorgaban el resultado esperado a los aspirantes.
Estoy seguro de que con matices, la percepción de muchos alumnos de la Carrera de Historia de esa época, y en particular de quienes desde hace bastante tiempo formamos parte del IEHS como investigadores, es similar a la que he descripto más arriba: ese clima de renovación conceptual que fue claramente más amplio que lo que sucedió en la universidad, nos impactó en ella de un modo muy particular porque creó las bases de nuestra ideología académica y de las instituciones que la llevaron a la práctica a lo largo de estos treinta años. Se podría decir que cada uno de los integrantes que han formado parte de la sociabilidad académica del IEHS compartimos –más allá de los itinerarios personales o de la inserción profesional- un estándar global de lo que en materia de pensamiento, crítica cultural y producción del conocimiento significa un saber profesional de calidad con base en la historiografía y las ciencias sociales.
A veces, cuando aparece en los medios de comunicación o aún en sede universitaria la pregunta sobre la función social del conocimiento histórico, y se la quiere asociar o bien a una moral técnica y productivista o al juego ideológico de la disputa política de coyuntura, tiendo a pensar qué lejos esas respuestas están de la verdadera función social. Pienso en los recorridos personales, en la inserción exitosa de colegas egresados y formados aquí en los más variados niveles de la educación pública y privada, o en ámbitos académicos del mundo; en que un profesor en nuestra disciplina para convertirse en tal requiere al menos de veinte años de formación permanente, pienso también en la difícil creación y mantenimiento de instituciones académicas, como el IEHS, la hemeroteca de 15.000 volúmenes del IEHS, el Doctorado de Historia y el Anuario IEHS, y pienso también en los aportes al conocimiento histórico que se han hecho desde la producción de nuestros investigadores/as, y pienso también, que si ninguno de nosotros ha desentonado en un mundo académico y profesional global -más allá del modelo heroico y el talento personal con el que solemos explicarnos los aciertos-, ello se debe a que la pregunta sobre la función social del mundo académico se ha respondido con responsabilidad durante estos primeros treinta años.
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